martes, 11 de marzo de 2008

Una estética para el vacío: Diablo guardián o la necesidad de la ficción

Una estética para el vacío:
Diablo guardián o la necesidad de la ficción

Gabriel Cabello
Universidad de Granada

I
Uno de los momentos realmente intensos de la literatura europea del siglo XX es aquel en que Óscar, el niño que no quería crecer en El Tambor de Hojalata de G. Grass, cuenta la historia del trompetista Meyn, la cual a su vez se entrelaza con la del vendedor de juguetes Segismundo Markus:
Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y tocaba maravillosamente la trompeta. Vivía en el cuarto piso, bajo el tejado de un inmueble de pisos de alquiler, mantenía cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, y bebía de la mañana a la noche una botella de Ginebra. Esto lo siguió haciendo hasta que la calamidad vino a hacerlo sobrio». (218)
Esa calamidad, «que calzaba botas cada vez más grandes, daba con botas cada vez más grandes pasos cada vez más grandes y se proponía extender por todas partes la calamidad», no es otra que el nazismo, y la historia de Meyn no es otra que la de su conversión en miembro de los SA. Pero que Meyn, quien había sido un hombre indudablemente entrañable, hubiese podido transformarse en un SA sólo pudo derivarse de la existencia de un cambio profundo en su persona. Ese cambio ejemplificado por el momento en que Meyn asesina con el atizador a sus cuatro gatos machos debido al mero hecho de que olían mal, y ello particularmente, añade Óscar de forma irónica, porque su olor ya no era neutralizado por el de la antaño cotidiana ginebra. Denunciado el suceso por su vecino el relojero Laubschad, casualmente miembro de la Sociedad Protectora de Animales, Meyn es finalmente expulsado de la SA montada por crueldad inhumana (y ello a pesar de los méritos que alcanzara en el incendio de la sinagoga de Langfuhr durante la Noche de Cristal), de modo que tan sólo al cabo de un año logrará reengancharse en el movimiento ingresando en la Milicia Territorial, finalmente absorbida por la SS. Entre las hazañas de la Noche de Cristal en que participó Meyn estaba precisamente el haber escrito junto a sus compañeros «puerco judío» en la tienda del vendedor de juguetes y tambores de hojalata Segismundo Markus (uno de los seres más queridos y necesitados por parte de Óscar), el destrozar los juguetes de esa misma tienda y el acabar con la vida del propio Markus: «Érase una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Markus y se llevó consigo todos los juguetes de este mundo» (228).
Lo que resulta particularmente sugerente de la totalidad del pasaje es la estrategia narrativa de Óscar. Obligado a enfrentar el horror y el absurdo de esa conversión y del nazismo en general (que expulsa a Meyn por crueldad inhumana con los animales pero que, sin embargo, no estima en cambio cruel el incendio de la Sinagoga o el asesinato de Markus), Óscar recurre a un artificio básico del relato, el «érase una vez» que en los cuentos de hadas marca el paso desde la realidad al universo de la ficción. Así, el mismo hecho es relatado varias veces mediante un entramado de ficciones diferentes: «Érase una vez un SA que, al tocar maravillosamente una trompeta iluminada por la ginebra junto a la tumba de su amigo de infancia, se dejó puesto el abrigo sobre su uniforme de SA montado…» (220). «Érase una vez un hombre que se llamaba Meyn. Al encontrarse un día sólo con sus cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck…» (221). «Éranse una vez cuatro gatos, los cuales, porque un día determinado olieron particularmente fuerte, fueron muertos, metidos en un saco y enterrados en el bote de la basura…» (222). «Érase una vez un vendedor de juguetes que se llamaba Segismundo Markus y vendía, entre otros, tambores de hojalata esmaltados en rojo y blanco…» (224). «Érase una vez un tambor que se llamaba Óscar y dependía del vendedor de juguetes…» (228). «Érase una vez un tambor llamado Óscar. Cuando le quitaron al vendedor de juguetes y saquearon la tienda del vendedor de juguetes, tuvo el presentimiento de que para los tambores enanos de su especie se anunciaban tiempos calamitosos…» (225).
Como señalaron Eco o Pugliatti, la transición al mundo de la ficción que el «érase una vez» opera es solamente posible gracias a la existencia de un pacto mediante el cual el lector o el oyente ponen en suspenso su sentido de la realidad, disponiéndose de este modo a aceptar crédulamente toda suerte de irrealidades. Al apelar explícitamente a ese pacto, Óscar subraya el hecho de que sólo la irrealidad de la ficción permite tomar la palabra cuando aquello de lo que se habla es terrorífico, paralizante e insensato. Es sólo el artificio aparentemente no vinculante de la ficción lo que permite a Óscar ensayar la descripción del fenómeno desde diferentes perspectivas, y así insertar en diferentes tramas de sentido lo que de suyo parece escapar a toda lógica. Y lo que de este modo consigue no es solamente el hecho de abrir paso hacia lo que se muestra como opaco e inaccesible al pensamiento, sino también el de avanzar, mediante el rodeo ficticio, en el camino hacia una explicación del horror mismo. Sabemos que Meyn es entrañable porque sabemos lo moralmente importante que puede ser un músico cuando las cosas se ponen difíciles, y de hecho el pasaje comienza juntamente en el momento en que Meyn, durante el entierro de su amigo Heriberto Truczinski, «que era de su misma edad» y cuya muerte «lo afectaba directamente», tocó maravillosamente la trompeta gracias a que había bebido ginebra, algo «que no hacía ya quién sabe desde cuando». Aunque Meyn ya va vestido como un SA, y por ello la gente no se le acerca, es sin embargo capaz no sólo de un gesto de humanidad, sino de proporcionar a los demás un juego (musical) que, introduciendo una legalidad temporal donde todo tiempo parece haber desaparecido, sea capaz de neutralizar la sensación de muerte propia de un entierro. Y sabemos asimismo que la conversión de Meyn a la barbarie obedece a alguna razón que, a fin de cuentas, tiene también ella misma raíces "humanas". De hecho, en el caso de Meyn tal conversión puede estar ligada a su incapacidad para superar el alcoholismo: el olor de los gatos machos se le hace a Meyn insoportable porque no está neutralizado por el antaño habitual olor de la ginebra, que Meyn no se atreve comprar por la sencilla razón de que vive «en el cuarto piso bajo el tejado», lo cual le hubiera obligado a ser visto por los vecinos en el caso de haber marchado por ella a la tienda de ultramarinos, algo intolerable para Meyn desde el momento en que se había jurado ante ellos que, en aras de una vida de sobriedad, «ni una gota más de ginebra había de pasar por sus labios de músico». De modo que un estúpido trauma de Meyn asociado a su relación con los vecinos parece tener que ver con su reciente crueldad, cuando sabemos que Meyn no es de suyo cruel e incluso albergamos la esperanza de que, pasada «la calamidad» nazi que ha dado cobertura simbólica a ese cambio, Meyn retorne a su condición entrañable: «Érase una vez un músico que se llamaba Meyn y, si no ha muerto ha de seguir viviendo todavía y tocando de nuevo maravillosamente la trompeta» (228).

II
Violetta, nombre de batalla de Rosa del Alba Rosas Valdivia, es también casi una niña cuando roba cien mil dólares y cruza la frontera hacia Estados Unidos, en una carrera alocada que culminará nada menos que en la conversión de sí misma en mercancía a través del ejercicio progresivo de la prostitución. Como Óscar, también Violetta recurrirá explícitamente a la ficción para enfrentarse, en este caso, al horror de su propia reificación, de modo que toda su trayectoria, que narra en primera persona a una grabadora, es percibida por ella misma como una ficción donde personajes mediáticos se mezclan con ella al ritmo de la música de pop o de una partida de videojuego. Es así como Violetta no forma en su mente pareja con un tal Eric, sino con Supermán o, mejor aún, con Clark Kent, mientras que más adelante lo hará no con un tal Mario, sino con Snoopy (que pasará luego a llamarse Supermario), entendiendo su relación con todos ellos en clave de una canción de Iggy Pop («I need some lovin’, like a fastball needs control») o de un videojuego:
Cada vez que confías en alguien estás tirando los dados. Puedes saber cuáles son tus probabilidades con los dados, pero no con la gente. Tiras no sabes cuántos dados, con sepa La Chingada cuántas caras. Es una carretera sin señales, un Nintendo sin controles, bum-bum-bum-bum, you’re dead, game over (111)
Como la de Madame Bovary, la historia de Violetta es la del ansia de una joven por abandonar sus orígenes pequeñoburgueses, un deseo que se acrecienta y se alimenta con el aprendizaje del inglés y con una inmersión ingenua y adorablemente malévola en el kitsch (patrimonio cultural que, como aquel patrimonio de folletín al que accede Madame Bovary, puede considerarse de segundo orden). De hecho, uno de los temas recurrentes en Violetta es el desprecio por la vida familiar de clase media:
De repente [mis papás] juntaban los ahorros y se iban de crucero, como ricos. O como ellos pensaban que debían de viajar los ricos, porque no más de ver su ropa y sus maletas jurabas: clase media. (…) Mi mamá todo lo deseaba, pero creo que nadie la deseaba a ella. (39)
En ese desprecio se abre el paso a una de las características centrales de Violetta, quien irá definiéndose a sí misma más por lo que no quiere ser que por aquello que verdaderamente es. De hecho, una de las constantes del personaje es su obsesión por no dejarse definir, por intentar escapar a toda clasificación gracias a la circunstancia de que, como ella misma dice, sus rasgos más marcados son el de ser «rápida» y, sobre todo, el de ser «tramposa». Así ocurre desde el más singular de sus atributos, el nombre propio, que ella misma cambia de Rosalba a Violetta (deleitándose con ello en la medida en que supone una transgresión de la voluntad paterna, ya que, según su padre decía, «las Violettas jamás se van al Cielo») hasta los tipos de mujer de los que Violetta se distancia: las coatlicues, las tlahuicas, las pránganas, las nacas, las güeras, las pirujas, las pendejas, las lambisconas, las chundas, las hijas de la chingada e incluso las propias putas, ya que, como ella misma dice, se considera más cerca de ser una «publicista» que de ser una puta (aunque en su imaginación «publicista» y puta formen para ella parte de «una misma vocación»).
Lo verdaderamente llamativo del sueño de independencia de Violetta estriba en que no va a ser ninguna sublimación estética, sino la lógica del intercambio económico la que le proporcione, por así decirlo, una suerte de coartada "moral": "A mí se me hizo un poco menos difícil emputecer cuando llegué a la sabia conclusión de que mis mariditos no lo estaban haciendo conmigo, sino con su dinero. Yo era, otra vez, una simple y humilde intermediaria» (250). De este modo, se puede ser «tramposa» sin ser realmente «mala» (como «malos de verdad» son por el contrario los amigos del mafioso Nefastófeles), e incluso cierto grado de trampa resulta más moral y menos emputecido que la hipocresía social: «Hay mujeres que dicen: Ay, yo no sé por qué los hombres nada más me quieren fajar. Cuidado con esas putas. Cuando no quieres que te fajen pones un foso lleno de cocodrilos entre tu personita y el mundo. No te voy a decir que supiera cuidar mi virtud, más bien lo que sabía era ponerle precio" (475).
Pero así, a base no de cuidar su virtud sino de ponerle precio, Violetta terminará finalmente identificándose con el intercambio por sí mismo, hasta el punto de que, como dice a Pig, su «Diablo Guardián», «a mujeres como yo no las conoces, las contraes» (12). El verdadero Sujeto de la relación no es entonces tanto ella misma como la propia fórmula contractual y, por encima de todo, el dinero en cuanto tal, el cual, por más que te resistas, «siempre va a hallar algún callejoncito para seducirte» (106). Porque la paradoja del dinero es que es capaz de invertir el principio de la propiedad privada en que se basa, de modo que uno termina por no poseerlo, siendo la realidad más bien la de que es él quien lo posee a uno, exactamente igual que hace New York, centro neurálgico del capitalismo avanzado, con quienes se le acercan:
Porque en New York ni tu dinero es tuyo. Lo andas cargando, sí, pero es de la ciudad. Cualquier cosa que cae sobre la superficie de New York es automáticamente newyorkina. O sea propiedad privada de New York. La ciudad no te adopta, te soborna. Te compra y te tira, por eso la quieres. Y querer así envicia, tú ya sabes (157).
El sujeto moral no es entonces nada más que un epifenómeno, el producto descentrado del intercambio mismo. Y su mitología debe entonces sustituir la figura moral del buen pastor por la figura tramposa y mercantil del «buen postor», como reza la «Parábola del Buen Postor» que Violetta relata al comienzo de su historia. En ella se cuenta cómo un buen pastor que se había liado con una putilla se compró un Corvette amarillo gracias a un dinero que ganó apostando en el casino. Las antiguas ovejas del pastor ardían de rencor, porque sabían que «en sus re corrientes vidas iban a tocar un coche así de lindo y de cabrón»:
Pero se equivocaban, porque al día siguiente vino el Corvette y las atropelló, por envidiosas. Y, mientras sus almas de borrego rascuache se elevaban por los aires, se escuchaba una voz en la Tierra diciendo: "soy el Buen Postor, quien apueste por mí no volverá a ser prángana" (22).
Porque de la pobreza de las pránganas no se sale gracias a ningún recurso moral, sino apostando por el Buen Postor, asumiendo el carácter reificado de toda la realidad. De modo que las «trampas» de Violetta han de subvertir dos legalidades al mismo tiempo: la legalidad que acompaña a la moral de clase media que se quiere abandonar y la legalidad que reifica al propio cuerpo. Porque, si uno mismo se reifica, ¿qué otra salvación que la trampa y la rapidez, que vivir la reificación misma como una aventura, aunque sea desde la seudoestética del videojuego? En otras palabras, ¿cómo no hacer trampas para evitar convertirse en nada?

III
Si Violetta imagina constantemente una serie de ficciones no será desde luego con el fin de convertirlas en literatura, sino con el fin de sobrevivir. No obstante, todo lo que sabemos de la historia de Violetta es lo que ella dicta a un magnetófono que finalmente enviará a Pig, su «Diablo Guardián», con el fin de que éste la convierta en un relato escrito. Así, la novela transcurre alternativamente entre el registro de ese magnetófono, narración en primera persona dirigida a un tú, y la historia personal de Pig, narración en tercera persona que comienza con el entierro (fingido) de Violetta para acto seguido volver atrás en el tiempo y recorrerla desde el comienzo.
Como Violetta, también Pig es un tramposo, alguien que sabe que las reglas del juego social son una convención y, como tales, legítimamente permeables a las trampas. De ahí su desdén de niño mimado que rechaza todo valor heredado y, sobre todo, su refugio en la escritura, ya que la escritura es para Pig una manera de rechazar las convenciones. En primer lugar, porque la escritura constituye una forma de volverse invisible, una forma de mantenerse al margen de la vida social y así no participar en ella salvo a la manera del testigo, lo que, al fin y al cabo, no es sino una forma de dar al aislamiento del inadaptado «el decoro de la propia elección», la excusa para que el inadaptado pueda decir «estoy solo porque me da la gana» (23). Pero también lo es porque la naturaleza constitutivamente ficcional de la escritura, su capacidad para inventar unas reglas del juego diferentes, permanece oscuramente ligada al hecho de hacer trampas, hasta el punto de que hacer trampas es para Pig la auténtica forma de practicar la ficción.
La común raíz de las trampas y la escritura, así como la inevitable decisión de optar por unas o por otra, pueden verse claramente en la relación que Pig mantiene con La Sopa, su primer amor. En efecto, lo que seducía a Pig de La Sopa no era otra cosa que su condición de apestada social, su condición de persona rehuida por viciosa e intratable, y es por ello por lo que las primeras historias de Pig tendrán como protagonistas a copias de La Sopa. Sin embargo, poco a poco Pig irá perfeccionando de tal modo esas copias que al final, lejos de enamorarse de la persona, Pig terminó enamorándose de su propia ficción, e incluso más bien de la idea de la ficción. Porque más que encontrar refugio en la escritura, en lo que Pig encuentra un verdadero refugio es en la idea de lo que él llama La Novela; no las novelas en plural, sino La Novela en singular. Fuera de ella, el resto de la actividad intelectual de Pig no será tanto un acto creativo como una negación sádica de las convenciones, un trabajo de verdugo que le permitirá descuartizar películas en la columna titulada El Patíbulo gracias a su particular detector de Faulkner, su particular detector de mierda, hasta el punto de llegar a ensañarse incluso con los aciertos de los demás cuando osaban parecerse a La Novela.
Pero la Novela tiene un gran enemigo: El Pensamiento, que es capaz de enmudecer a Pig. El Pensamiento sobreviene sin llamarlo. Es más, suele venir cuando más seguro se está de que ya no vuelve, y siempre es el mismo:
Estaba en la Calzada, con Mamita, cuando le vino El Pensamiento. (…) Había empezado (lo recuerda borroso, como esos sueños de los que nunca se vuelve del todo) imaginándose a los ángeles, después de una larga conversación nocturna con Mamita. O más bien lo intentó, porque al final no pudo reconstruir en su cabeza la imagen de un solo ángel. ¿Era él un ángel antes de venir al mundo? ¿Lo sería después? ¿Qué tal sin no había nada? Nada quería decir: un infinito eterno, vacío y sin propósitos al que uno volvería, como el viento y el polvo, después de morirse. Eso era El Pensamiento: nada. Cada que lo pensaba —y esto no era frecuente, por fortuna— se sentía mareado, pero más que eso enmudecido por un miedo tan solamente suyo que no podía soportarlo más de dos instantes» (91-92).
Ni siquiera La Novela era impermeable a El Pensamiento. Antes bien, éste la infestaba como un cáncer: «el hueco angustiante del pensamiento llenaba totalmente La Novela» (99). Pero ¿cómo iba a ser posible contener El Pensamiento, la irrupción incontrolable de La Nada, si incluso cuando Pig decide poner a La Novela el título de Dalila o el Amor sólo piensa en contar «la historia de un amor sin cuerpo», sólo piensa en realidad en la idea del amor? Y ya será demasiado tarde cuando Pig piense en el título de Violetta o el amor, porque para entonces ya existirá un abismo demasiado grande entre él y su novela y Violetta y sus dólares. Al final, resulta que las trampas y la escritura eran diferentes. Porque, aunque haya a menudo pensado que la escritura hay que practicarla, Pig es al final incapaz de hacerlo, porque no ha aceptado comenzar como desde el principio ha hecho Violetta, es decir, «tirar los dados y cerrar los ojos, casi con ganas de que a todo se lo lleve el diablo». Porque, «generalmente, eso lo haces sólo cuando de plano crees que ya te va a llevar», y en el fondo Pig nunca ha sentido que verdaderamente el diablo se lo fuese a llevar.
Por eso, cuando se sintió engañado y traicionado por la falsa muerte de Violetta y pensó que ella estaba viva en algún lugar, disfrutando sin él el dinero robado, no pudo en el fondo culparla a ella, sino culparse a sí mismo:
Se sintió Dashiell Hammet, Rubem Fonseca, Andreu Martín, James Ellroy, y de nuevo un imbécil: el mismo que escribía del amor sin conocerlo, de cine sin comprender genuinas opiniones, de mentiras, mas nunca de ficción. Porque uno hace ficción cuando la necesita, y hasta hoy él se había empeñado en no necesitarla (494).
Esto es todo lo que él podía decir, todo lo que él sabía. Pero saber es «un verbo amargo», más cerca de la nada que llegaba con El Pensamiento que de la vida y la ficción. Tan amargo que es precisamente la concentración en su saber lo que le impide reparar en el espejo retrovisor del coche, «donde desde hace un rato se encienden y se apagan los fanales de un Corvette amarillo».
IV
Un pasaje de Las Ciudades Invisibles relata la angustia que acometía a Kublai Kan después de haber logrado un jaque mate en sus partidas de ajedrez con Marco Polo. ¿De qué servía vencer si después de la victoria no había otra recompensa que la imagen despiadada de un tablero hecho con teselas de madera cepillada? De algún modo ocurría lo mismo con el avance incontestable en las fronteras del Imperio. A pesar de la brillantez de sus victorias, el Kan miraba el tablero y se desesperaba. La recompensa a su victoria era algo horrible: había logrado la nada. Sólo la habilidad de Marco Polo para encontrar en la madera misma del tablero las trazas de una partida diferente consolaba al Kan, que ya seguía con la mente la pista del tronco cortado en año de sequía, del brugo que habitó uno de los poros, del ebanista que lo talló con la gubia…:
La cantidad de cosas que se podían leer en un pedacito de madera liso y vacío abismaba a Kublai; ya Polo le estaba hablando de los bosques de ébano, de las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres en las ventanas... (135)
Sólo las «trampas» de Marco, que se desentiende de las reglas del juego del ajedrez para encontrar trazas de signos incipientes en el tablero, permiten al Kan sobrevivir a la visión de la nada y entregarse a la imaginación de unas reglas del juego distintas. Pero si bien la antiexperiencia de la nada parece ser siempre la misma, como si fuera una suerte de invariante antropológico, no lo parece sin embargo el camino por el que hemos llegado a enfrentarnos con ella, y por tanto tampoco lo serán las trampas con las que intentamos zafarnos de su presencia.
Violetta, como Emma Bovary, huye de la vida abúlica de la pequeña burguesía. Pero, a diferencia del personaje de Flaubert, la contrafigura de esa vida no es un mundo ideal de deseos sublimados, sino una realidad efectiva donde la «rapidez» y la estetización difusa de la vida cotidiana se entretejen con la mercantilización voraz de todo bien material o simbólico, incluyendo el propio cuerpo de Violetta. De este modo, las «trampas» de Violetta no pueden sólo dirigirse contra el background moral de su condición social, tal como reza la «Parábola del Buen Postor», sino también contra esa otra nada de la dialéctica de lo «siempre nuevo pero siempre lo mismo» en la que ella misma participa plenamente, incluso como objeto de intercambio. Y, por tanto, no pueden ser sin más las «trampas» que proporciona la imaginación literaria.
En efecto, la indefinición de Violetta no es sólo ya el recurso mediante el cual la adolescencia pequeñoburguesa imagina su ascenso social, como Bourdieu señalaba con respecto a La Educación Sentimental, sino también una respuesta a la angustia generada por el envite supuesto por la llegada del «tipo» como modelo de subjetivización. Como señala Agamben, lo que Benjamin describió como el «tipo» pone jaque al mismísimo principio de individuación de la especie humana, ya que el «círculo mágico» del tipo consiste en que «el carácter exclusivo se convierte en el principio de la reproducción en serie» (AGAMBEN, 2004, p.122). De este modo, es precisamente cuando acentúa sus rasgos más particulares cuando el individuo, lejos de afirmarse así como algo determinado en relación al género, automáticamente se indetermina y se convierte en principio de una serie, flotando en una zona indistinta que no es ni universal ni singular. Replicadas al infinito por la publicidad, la mujer que nos sonríe tomando una cerveza o la que balancea maliciosamente sus caderas al caminar por la playa se escapan a la distinción entre lo único y la réplica, haciéndose típicas en virtud precisamente de aquello que parece pertenecerles de manera exclusiva. Lo que se pone de manifiesto en la percepción del tipo es una transformación del papel de la Imaginación en relación con la experiencia efectiva. Nuestra iconosfera supone un aluvión de imágenes prefabricadas que, despeñándose constantemente sobre nuestra memoria, nos impide distinguir entre aquellas imágenes que resultan de una experiencia efectiva y aquellas otras recibidas de la tradición cultural, la cual, por otro lado, ha perdido su substantividad a la misma velocidad en que nos hemos ido desembarazando de la mitología. De este modo, cualquier desviación con respecto a aquello que hasta ahora habíamos experimentado no es ya percibido como una singularidad, sino como un elemento más del proceso de reproducción en serie que, en la prehistoria de la actual preparación mediática de nuestra percepción, ya Benjamin definió en términos sociológicos como el «tipo».
Por eso Violetta se ve obligada a huir también de la angustia que genera ese estado de cosas donde lo singular se convierte en el principio de la reproducción en serie, para lo cual permanecerá moviéndose constantemente entre dos mundos sin identificarse plenamente con ninguno: el mundo de la mujer prefabricada, del kitsch y de los media, y el mundo en zigzag de la cultura oral. Es aquí donde el personaje se revela como algo más que la contrafigura literaria del ennui o una sublimación dependiente del imaginario de Pig, y donde se distancia radicalmente de la posición que éste mantiene con respecto a la escritura. La tensión que da vida a la imaginación de Pig es la tensión que se produce al enfrentar las concepciones hermanas pero distantes de la escritura como salvación y de la escritura como supervivencia, es decir, el trasunto literario de la tensión más general entre arte y vida. Desde luego que Pig sabe que esa tensión no es un antagonismo, que la emergencia del arte está tejida siempre con la vida. Que, del mismo modo que no existe algo así como «la vida misma» fuera de una intervención humana y «artística», la forma de darse completamente a la escritura se parece menos a La Novela que a la entrega al beso voraz de una cajera de supermercado conquistada a base de exageraciones melodramáticas (97-98). Pero, a pesar de todo, Pig sigue no sólo necesitando, sino confiando en La Novela, aunque sepa que ella tampoco sea capaz de mantenerlo a salvo de El Pensamiento, de la antiexperiencia de la Nada. Para Violetta esa tensión no tiene sentido, o ni siquiera existe, en la medida en que ella no piensa en el lenguaje o en la imaginación como una forma de escritura, sino como una forma del habla, como algo que no se utiliza para argumentar ni para diseñar mundos distintos, sino que se requiere de manera constante para vadear las situaciones concretas, para torcerlas y vivirlas como si realmente fueran algo menos doloroso (aunque nunca, eso sí, de forma ingenua, porque la ingenuidad es lo opuesto de las «trampas»).
Por eso Violetta no escribe ni escucha, sino que habla, afirmando cuanto puede el hecho de estar viva. Porque escucharse a uno mismo hablando es el centro de la experiencia de uno mismo como ser vivo —mientras que verse a uno mismo mirando es una experiencia que cae del lado de la muerte, como la visión del doble, y saberse uno a sí mismo sabiendo es una experiencia más visual que temporal. Podemos ver cualquier cosa, aunque esté muerta; en cambio, para que algo emita un sonido a de haber movimiento, lo cual asociamos de manera natural con la presencia de la vida. La historia de Violetta es, en la novela de Xavier Velasco, algo no escrito, sino dicho a una grabadora. Y por ello está llena de recursos propios de la oralidad, de puestas en escena, de interjecciones donde Violetta se distancia de su propio discurso para decirse a sí misma «espérate, qué estoy haciendo», de interpelaciones y preguntas a quien escucha, de insultos y jerga callejera, de un sinfín de reacciones inmediatas a situaciones que son en cambio narradas como pasado. Se trata de un discurso que viaja a través de oraciones adversativas que no buscan una conclusión final, porque para ella la única conclusión posible no pertenece al orden del lenguaje, sino al orden material, y consiste en apostar por «el buen postor»: «a mí sólo se me ilumina el panorama cuando el dinero se me está acabando. Así como hay un angelito que me avisa cada vez que estoy a punto de irme hasta el mero fondo del despeñadero, tengo un diablo integrado que empieza a pensar rápido cuando ve que se agotan los billetes. No es un diablo guardián, es diablo-diablo.» (140). Es el mismo diablo-diablo que le recuerda que, por muy naca que una parezca ser, hay que confiar en que es el escote el que da las órdenes («ni yo ni ellos: el escote solito gira las órdenes al pelotón» —351) y proporciona recursos en momentos difíciles. Por eso Violetta siempre «les iba a los malos» y llega a decirse a sí misma: «soy lo peor» (69). Y lo peor, como substantivo, no es lo simplemente lo contrario de lo bueno, sino la intensidad del goce mismo, como ocurre en la propia «Parábola del Buen Postor». Si las antiguas ovejas del pastor se equivocaban al pensar que nunca tocarían un Corvette amarillo no es simplemente por el hecho de que iba a ocurrir exactamente lo contrario, sino porque lo contrario incorpora una suerte de intensificación de sí mismo que equivale a un empeoramiento de la situación original. Al satisfacer su deseo de tocar el Corvette, lo que las antiguas ovejas encuentran es una absurda muerte por atropello.
Y, sin embargo, todavía Violetta necesita de un Diablo Guardián, no de un diablo-diablo. Aunque sólo sea porque sólo un diablo guardián puede realmente hacerla sentir que es únicamente ella la tramposa, porque junto a alguien realmente malo ella ya no puede aparecer como «tramposa», sino como la buena: «Nefastófeles era tan verdaderamente mierda que yo pasaba a ser la víctima, la buena. La que tenía razón, qué horror. En cambio ya contigo me quedaba el consuelo de ser una piruja aborrecible. ¿Nunca pensaste en mí con ese insulto, piruja aborrecible?» (69) De modo que las «trampas» de Violetta necesitan de un guardián que sea un diablo a medias, que ejerza la escritura como manera de hacer «trampas» a las convenciones sociales pero que, al mismo tiempo, permita que las «trampas» de Violetta resalten a contraluz como las únicas trampas verdaderas. Porque Diablo Guardián no termina de aceptar completamente las trampas. Su confianza en la palabra escrita y en la literatura lo alejan del principio vital que inunda a la palabra hablada de Violetta. Pues en efecto, ¿qué sonidos puede emitir «un amor sin cuerpo», como es ese amor acerca del que Pig quiere escribir? Si la pseudosociedad imaginaria que estimula la conversación audiovisual propia de nuestra iconosfera tiene como característica primera el edificarse sobre un sujeto descorporeizado (BETTETINI, 1984), Pig no podrá entonces hacerle frente desde el momento en que él ha negado el cuerpo a su imaginación.
T.J. Clark ha señalado que la tarea del artista moderno es la de someter las líneas de fuerza de la sociedad al «test de la forma» (CLARK, 2002), recordando la formulación marxista que asignaba al artista la tarea de tomar las formas petrificadas del presente y «ponerlas a danzar al son de su propia canción». Es decir, ponerlas a trabajar en virtud de un acto estético (cuya presencia es lo que diferencia a la «danza» de la mera mímica muerta), pero no en virtud de un ánimo que les sea externo, sino a partir de las tensiones que ellas mismas producen, es decir, «al son de su propia canción». Sin duda que esas formas reificadas del kitsch y de los media resultan en apariencia cualquier cosa menos «petrificadas», pero ello no quiere decir que la aparente levedad de la estética difusa no se sostenga sin embargo sobre una pesada arquitectura. Esta vaporosa reificación tiene como contrafigura menos al infantil tambor de Óscar que a la figura de un biógrafo capaz de dar forma al avance del tiempo. Y, al mismo tiempo, ésta aparece en Diablo Guardián como una figura nostálgica en relación con la matriz oral del lenguaje, con su profundo apego a la vida. Violetta necesita de las «trampas» de la imaginación y del lenguaje para escapar al horror de su propia conversión en mercancía; Pig necesita de Violetta para superar la llegada abrumadora de la nada, que ni siquiera La Novela puede contener; y aún Violetta necesita de un Diablo Guardián que funcione como garante de su propio relato biográfico. Porque no hay vida sin el sueño de un relato, y no hay relato posible si en sus cercanías no puede percibirse el murmullo de la vida.
Bibliografía citada
Agamben, Giorgio. Image et mémoire. Ecrits sur l’image, la danse et le Cinéma. Paris : Desclée de Brouwer, 2004.
Calvino, Italo. Las Ciudades Invisibles, Barcelona: Minotauro, 1983.
. Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid: Siruela, 1998.
Bettetini, Gianfranco. La conversación audiovisual, Madrid, Cátedra, 1996.
Clark, T.J. «Modernism, postmodernism and steam», October, nº 100, Spring 2002, Cambridge, Massachusetts: The MIT Press, (2002): 154-174 .
Grass, Günter. El tambor de hojalata. Madrid: Alfaguara, 1999.
Pugliatti, P. Lo sguardo nel racconto. Bologna: Zanichelli, 1985.
Velasco, Xavier. Diablo Guardián. Madrid, Alfaguara, 2003.